Nací en 1980 en el seno de una familia clasemediera y medio conservadora norteño mexicana, y digo “medio” porque aunque mis padres guardaban una esencia un tanto hippie y bohemia, mi casa no llegaba a ser el oasis de lo liberal y el pensamiento progresista de la metropoli lagunera de Gómez Palacio Durango; ahí viví toda mi infancia, una ciudad entre la tristemente celebre Torreón Coahuila de fechorías Villistas y la heróica Lerdo Durango hogar de aventureros, rancheros, cantinas y emprendedores de las nieves de garrafa.

Es en ese caleidoscopio cultural en el que crecí, se podrá entender que el concepto de tatuaje solo se podía concebir como una transgresión amorfa y lamentable, hecha con algún objeto punzocortante de dudosa procedencia, en alguna colonia marginal o cárcel municipal por algún cholillo falto de cariño en su infancia.

Y pues mi percepción seguramente era la misma que describo, hasta un fatídico día que tuve acceso al azote de toda señora amante de los escapularios y los domingos familiares, una de los que en ese entonces era el máximo referente de la perversión imperialista del gabacho, la música del diablo. Obras sonoras profanas, ininteligibles, El mismísimo rock pesado, ese demonio provocador de drogadicción, homosexualidad, sexo sodomita, llanto del niñito Jesús y bajas calificaciones.
Para un niño como el que yo era, impresionable, impregnado de prejuicios propios de una educación católica provinciana, con corte de pelo “a la Benito Juárez” y cuyo sobrepeso infantil era soportado por un par de botitas ortopédicas pseudo-brutalistas; escuchar esto y después conocer a los autores de tal sacrilegio hizo que naciera en mí una idealización de todo la parafernalia que los acompañaba como los tatuajes; es cuando el tatuaje cobra un nuevo significado para mí, ya no eran las lastimeras marcas de una vida miserable atada a los enervantes de bajo costo y al trabajo de albañilería, sino arte permanente en la piel de dioses que, aunque odiados por las tías, abuelas y mamás fanáticas del fijador en aerosol; eran amados por una juventud sedienta de rebeldía, de identidad y de sentirse menos patéticos por nacer con el pecado original del pie plano, la ñoñería, ser proclive al sobrepeso y a ser escogidos de último en los equipos de la materia de educación física.

Mientras en la escuela era solo un niño pecoso, de pelo crespo, cara redonda sudorosa y chichis de niña; en mi casa jugaba a que tocaba la batería con los envases de chocomilk, convirtiéndome en un miembro de ese ejercito infernal de fantasías profanas, excesos épicos, estridencias legendarias, cabelleras largas y sí, cuerpos tatuados. Recuerdo que copiaba los tatuajes de mis héroes en un cuaderno y luego en mis brazos aguados y blanquecinos; los dibujaba con algún bolígrafo o marcador para después borrarlos en putiza, antes de que mi padre llegara y me los borrara con la fibra metálica para lavar los trastes, ya de por sí, para él era una señal de alarma que mi hermano y yo tuviéramos tapizado nuestra recámara con pósters de mamarrachos maricones greñudos, maquillados y vestidos con mallitas, para además soportar que me rayara chingaderas en los brazos. Por lo tanto, siempre soñé con crecer y poder parecerme a mis ídolos, convertirme en un rockanrolero del amor y tener una vida de excesos, cabellera larga y con un cuerpo de adonis tapizado de tatuajes. Lamentablemente como siempre, la realidad es una dama muy ingrata y sin misericordia; nada de eso sucedió, simplemente me convertí en un inmigrante con ansiedad y con corte de pelo de lesbiana; cuyo mayor exceso está en el tamaño del plato de palomitas que rumiaré esa tarde. El cuerpo de adonis me lo han catafixiado por una pancilla de intolerancia a la lactosa, y sobre los tatuajes…
¿Qué les pasó a los tatuajes? No sé si soy yo que cambié o al igual que los héroes, las ilusiones y sueños de la infancia; los tatuajes perdieron su magia, identidad y esencia. ¿Soy yo o los tatuajes han pasado de ser ese símbolo casi místico de autenticidad, propios de gente marginada y excéntricos irremediables que veía en los integrantes de los grupos musicales; para convertirse en garabatos lamentables, que más que gritar autenticidad gritan mal gusto, frivolidad, baratería y el brandeado cutáneo de la inconmensurable capacidad de su portador de tomar pésimas decisiones.
Claro que ante toda generalización existe un necesario y siempre políticamente correcto disclaimer de aclarar que aún hay quienes portan los tatuajes como reyes polinesios, sicarios Yakuza o capos de la mafia rusa; en esta categoría entran todos mis amigos y familiares por supuesto.
¿Acaso los tatuajes ahora son víctimas de la normalización, del mainstream y el deterioro que ocasionan la sobresaturación de las modas? Me atrevería a decir que claramente han perdido mucho su esencia distintiva y casi elitista, ya no son exclusivos de locos, excéntricos y artistas o de delincuentes drogadictos; ahora un tatuaje lo puede portar desde un adolescente mimado, un oficinista de vida monótona, y hasta una señora locochona lo porta orgullosa como complemento de sus aberrantes uñas de silicón en la tarde social.
Creo que en esta decadente democratización del tatuaje nos hemos dado cuenta que por su idealización, los tatuajes son como el hecho de vestir de traje para los hombres; teóricamente siempre te verás bien portando uno, pero la realidad es que no a todos les va; y a veces no solo depende de la calidad del mismo, habrá gente que luzca bien con un “tatuaje de Suburbia” y otras que ni con un “tatuaje Tom Ford” pueda evitar la condena que Dios con toda su saña elitista le hizo genéticamente.
¿Será que yo siempre me he visto de la verga cuando me pongo un traje y por eso mi piel luce totalmente carente de tinta? Fue una de las preguntas que vino a mi mente, cuando un amigo hace unos días me cuestionó mis razones para no haberme tatuado nunca. Aún así me gustan los tatuajes y de vez en cuando se vuelve a generar en mí un impulso por honrar mis sueños infantiles marcando mi piel con alguno. Pero ese impulso se desvanece al ser apuñalado por la visión de 30 nalgas diferentes, coronadas con mariposas tribales en tonos verdosos y desaturados, o por 400 infinitos en muñecas y dedos de muchachillas y muchachillos hablando por el altavoz de su celular con case del gato de Alicia en el País de las Maravillas. Mis sueños de portar, lo que para mí eran las insignias de la pertenencia a la élite de lo prohibido y de la contracorriente, se rompen por un conglomerado de garabatos sin sentido y de trazo vomitivo, cuyo único objetivo es llenar huecos de piel virgen para formar una muy jodida manga de tatuajes que quiso asemejarse a una obra de Paul Booth y terminó siendo un catálogo de dibujos de baño de terminal de autobuses que solo buscan tener “un buen look de lejos” en los brazos de un mirrey fanático de Luis Miguel. De verdad sospecho que los tatuajes han muerto para mí y como otros sueños infantiles, no se verán realizados porque simplemente ya han perdido su significado.

A veces pienso que la gente cree que quizás es buen momento para tener un estudio de tatuajes, porque al parecer ser tatuador ahora, es más aspiracional que ser un escultor o un pintor al óleo, o el siguiente paso obligado del ilustrador.
Pero quizás con todas estas “joyas” que uno puede ver pululando por ahí bajo las prendas de 6 de cada 10 personas; uno podría ser visionario, adquirir una máquina para remover tatuajes y esperar el paso de esta modita y que el equilibrio vuelva a la mátrix, en esta desproporcionada locura por la tinta, donde no importa qué mierda te rayes en la piel mientras la tengas rayada. Auguro que las clínicas removedoras de tatuajes serán el negocio clave cuando la gente comience a despertar para darse cuenta que esa figura abstracta que lleva en el pecho o el antebrazo y que guarda tantos significados emotivos simplemente es una mancha que se ve bien culera.
En el siguiente esquema podemos ver claramente como algo hermoso se puede ir a la mierda:

Ahora después de criticar una vez más sin tener ni idea de lo que escribo, solo me resta esperar a que se termine el chocomilk para reutilizar el envase e ir a comprar un Sharpie para rayarme alguna porquería en la piel, ante mi cobardía de hacerlo permanentemente. Por lo pronto puedo ir viendo dónde me podría hacer un tatuaje de lettering, o un símbolo de infinito, o un corazonsito discreto, la foto del hijo que no tengo, un tribal en la pierna que terminara verde seguramente o aquella frase que me encantó del coach que sigo. Ya sabes, por si un día me da la loquera y me animo…
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