Últimamente por cuestiones circunstanciales; así como también por decisiones conscientes y apremiantes, me vi en la posición de revalorizar mi concepto del trabajo y de mi vida laboral en general. Supongo que todos nos preguntamos tarde o temprano, y seguro más de una vez en la vida, si eso que hacemos lo haremos el resto de nuestros días, si somos buenos en lo que hacemos, si trabajamos para vivir, si vivimos para trabajar, si vale la pena lo que hacemos contra lo que recibimos en términos monetarios, de beneficios, tranquilidad, de realización profesional y personal. ¿El trabajo nos dignifica o nos hace autómatas miserables? ¿El trabajo lo sufrimos o por el contrario #AmoMiTrabajo?
¿Alguna vez han visto la película «Jerry Maguire»? Comienza con el buen Jerry teniendo una epifanía acerca de cómo debería ser su trabajo, de los ideales que en algún momento lo movían y lo motivaban, una inyección de adrenalina que te lleva a pensar que tu vida no tiene que ser intrascendente y que puede hacer alguna diferencia; ¿recuerdan cómo se sentía? ¿lo siguen sintiendo? ¿lo han sentido alguna vez?
Recuerdo mi primer «trabajo» fue como a los 12 años, consistía en deshierbar el patio de una casa que mi padre utilizaría como oficina, nos encomendaron la tarea a mi hermano y a mí. Nuestras herramientas eran las manos y una pala para cada quien, nuestra paga creo que fue seguir viviendo en la casa o alguna explotación con moraleja estilo señor Miyagi, ahí comenzaba a gestar mi concepto del trabajo, el cual básicamente era: haz algo y a cambio te doy dinero; entre más jodida la actividad más cuantiosa sería la paga. ¿Suena lógico, no? pero según esta lógica yo hubiera sido un jovenazo muy acaudalado ya que años después tuve una corta carrera como trabajador de una maquila y después como lavacoches. Pero entendí que eso de la lógica y los salarios en los trabajos no son dos ideas que vayan muy de la mano. Es aquí donde las sabias palabras de mi abuelo retumban «…por eso, usté estudie, porque la vida es mui-ifícil» [sic]; con ese acento norteño-torreonense que le daba más dramatismo y una sensación ranchera de esfuerzo, sueños rotos y lástima condescendiente hacia mí, al ver que yo seguramente no servía para ser minero como él, o para cualquier otro trabajo de macho forjado en el calor del desierto y trepado en los cerros áridos de la Comarca Lagunera; aunque el mayor esfuerzo que yo le vi hacer a él, era cada vez que se ponía sus calcetines o se subía a su camioneta. Por cosas como ésta es que a mí me quedaba claro que la vida era un purgatorio de esfuerzo constante, donde cada quien tenía que «sobarse el lomo» (esa expresión no puede ser más autocompasiva, dramática y denigrante, ¡me encanta!), trabajando como bestia de carga, de sol a sol, para al final de la jornada encontrar como pequeña recompensa, una cena de frijoles y tortillas quemadas en plato de peltre, así como una sesión propia de sobadas de callos de pie. Quizás por eso mi abuelo siempre tuvo la alegría y el carisma de un sandwich de autobús.
Mis abuelos pertenecían a esta escuela de purificación del alma a través del dolor, donde el enaltecimiento del honor de una persona viene del sufrimiento; y cómo podría ser de otra forma si desde pequeños nos enseñan la fe cristiana mexi-católica, donde nada pasa sin que dios quiera, y el sacrificio es nuestra moneda de pago a la misericordia de nuestro creador. Aquel mismo que mandó a su hijo a morir para lavar con su sangre nuestros pecados, a quien veneramos en la muy estimulante y sensacionalista figura del Cristo clavado a la cruz en perpetuo dolor, que en toda casa respetable está presente, colocado de forma estratégica como diciendo: «¡no seas cabrón! yo llevo 2000 años clavado a esta tabla, todo espinado, latigueado, con mi abdomen de campeonato al aire, con las rodillas tan raspadas que parecería que los romanos me tuvieron toda la noche jugando canicas y tú ni la cuaresma haces bien, porque la profanas con tus huevitos con jamón y unos taquitos trasnochadores; ya no digamos que tampoco te dignas rezarle a tu angelito de la guarda cada noche o poner un billetito en la canasta de las limosnas «. Yo genuinamente pienso que nuestro concepto del trabajo está muy influido por nuestra religión, cultura y demás creencias transmitidas de generación en generación, en un patrón de comportamiento la mayoría de las veces inquebrantable. Nuestro culto al sufrimiento y al martirio permea a muchas actitudes de nuestra cultura y la manera en que vemos el trabajo es solo una de ellas, nos encanta sufrir y enaltecer el sufrimiento. Por eso en México comemos chile desde niños, nos gustan «los toques» (descargas eléctricas) cuando estamos en la borrachera, y tenemos una industria televisiva fundada en las lágrimas y el drama absurdo ultra hiperbólico.

Pero entonces ¿trabajar es realmente un acto miserable? pues según este muchacho Confucio no, para él es más bien una cuestión de elección cuando según esto dijo «Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida» – Confucio. Todos tenemos que trabajar, ¿no? teóricamente sí, (osea dejando aparte a los ninis, los aviadores, los jubilados, etc.) Quizás el punto a lo que se refería Confucio hace más de dos mil años, se basa en algo que Chris Rock dijo hace mucho menos tiempo: «Hay quienes tienen un empleo y quienes tienen una carrera, quienes tienen un empleo ojalá pudieran conseguir una carrera…»
Pero también puede pasar que tu carrera se convierte en tu empleo, eso lo podemos ver por el cálculo de «El índice de odio de los lunes y excitación por los viernes» el «IOLYEV» por sus siglas en español (término que obviamente me inventé). El significado es obvio: dime qué tanto odias los lunes y te excitan los viernes, y te diré que tan miserable te sientes en tu vida laboral; y no me refiero a que no te puedas sentir cansado después de una larga jornada, por más gratificante que sea tu carrera, ni que de vez en cuando por paz mental desees unas vacaciones como un presidiario en aislamiento desea a una mujer (o a un hombre, o lo que sea que le excite). Me refiero a ese sentimiento genuino de odio por volver a la rutina laboral que provoca depresiones dominicales y ansiedades nocturnas, así como tantas malas decisiones fiesteras de fin de semana.
Valdría la pena preguntarnos si seguimos deseando y amando a esa mujer (u hombre, o lo que sea que alguna vez amaron y desearon), o si ya no nos provoca nada, si el amor se diluyó en monotonía de la rutina, si nos dejamos mutuamente crecer la panza, si dejamos de bañarnos todos los días, dejamos de contener las flatulencias y los eructos por temor a desmitificar nuestro sex appeal, si dormimos en camas separadas, si cogemos imaginándonos que lo hacemos con otra persona en este matrimonio llamado «carrera laboral».
Continuará…
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