Mis días en una secta CristiAAna.

Lo que relataré a continuación está totalmente basado en mis recuerdos de lo que experimenté en un grupo que se reunía en instalaciones identificadas con el logotipo de Alcohólicos Anónimos y al cual asistí de manera totalmente voluntaria. Aclaro que no pretendo asegurar que todos los grupos de Alcohólicos Anónimos, o similares, se conduzcan de la misma forma. Y que debido al tiempo transcurrido y a la poca fiabilidad de mi memoria, así como de mi estado mental en ese momento; muchas situaciones posiblemente han sufrido alguna distorsión involuntaria de mi parte. No escribo esto con otra intención más allá de su malsano (pero respetable) entretenimiento basado en la morbosa afición, que compartimos, de hurgar en las vivencias de alguien más.

Una mala rachita 

“¿Qué pedo contigo? Uno deja de verte unos días y cuando te vuelve a ver, resulta que casi te secuestra una secta, cabrón”. – Me lo decía mi estimado amigo Carlos –,  días después de lo sucedido; en una reunión jardinera casual. Desde entonces me he referido a él como: “el padrino”, debido a que fue de los primeros que me prestaron sus oídos para escuchar este folclórico relato que ahora les comparto.

Y ¿cómo mierdas es que uno acepta asistir a lugares desconocidos, con gente extraña, en situaciones cuestionables y con nula información de a qué se está metiendo? Pues por pura perra desesperación.

Resulta muy revelador lo que uno podría hacer o hasta dónde llegaría por dejar de sentirse torcido, roto, con el vacío de la desesperanza y por estar bajo el acoso constante de la angustia. Y pues, por allá del 2006, así era como yo me sentía.

En ese tiempo no sabía cómo llamar a ese revoltijo de mala vibra de la cual estaba poseído. Ahora sé que eran las “suaves” caricias de la ansiedad, mezclada con una leve dosis de su fea, y popular hermana, la depresión.

¿Qué había desencadenado la presencia del “dueto simpatía” en mi vida? Seguramente fue una racha de desempleo y por consiguiente de total incertidumbre; noticias de una posible enfermedad seria de mi madre; terminar con mi entonces novia en un contexto medio jodido; y una constante diarrea sangrante de mi perro, que era lo único estable en mi vida. Bueno, siendo justo, los “Jackson Pollock» carmesí que mi perro dejaba en el suelo no tenían nada que ver con la ansiedad, pero seguramente tampoco abonaban a que pudiera ver la vida de manera más amable.

La eterna búsqueda.

No era la primera vez que sentía ansiedad, sin embargo, llegó a tal grado que estaba dispuesto a probar lo que fuera con tal de dejar de sentir diariamente esa agonía angustiante que solo quien la ha sufrido lo entendería. Y vaya que probé, desde terapia psicológica hasta terapias de otra índole, desde lo “alternativo light” como: las flores de Bach, las constelaciones familiares, caguamitas y marihuana pasiva; hasta lo “alternativo plus”, como: el espiritismo shamánico celayense.

Y es este contexto, el que se convierte en el caldo de cultivo perfecto para que, en la cúspide de la torcedera, se gesten las historias que nos forjan el carácter.

“Pues Nora va a un grupo, y ella estaba bien dada a la mierda, pero ahora, desde que va a ese grupo, hasta sonríe como lo hace la gente que no tiene el alma marchita. Si quieres, le pregunto si puedes ir”. – Me sugirió mi madre santa y benévola –, ella deseosa de dejar de presenciar la lamentable piltrafa emocional en la que me había convertido. Y pues, llámenme cerdo vanidoso y ambicioso, pero yo también quería sonreír como lo hace la gente que no tiene el alma marchita; por lo que la idea no me pareció tan descabellada, aún y cuando nunca me habían gustado ese tipo de cosas.

La invitación y primera visita.

No sé quien resultó más sorprendido por el solo hecho de considerar ir a lo que parecía se trataba de un grupo de autoayuda; mi madre o yo mismo. No solo lo consideré sino que decidí asistir a este grupo. Mi madre habló con su conocida y, después de unos días, solo me pidieron que me presentara un día determinado a las 7 de la tarde en un lugar que se encuentra en una calle muy conocida y céntrica de la ciudad de Querétaro (en México, bueno, no es que me crea muy internacional, pero uno nunca sabe dónde lo pueden leer, más vale aclarar). Y así fue, el día llegó y me presenté en el lugar a la hora indicada.

La dirección correspondía a un edificio/casa vieja que reconocí de inmediato por las mil veces que pasé frente a él debido a lo transitada que es la calle sobre la que se encuentra, pero al que nunca me imaginé que entraría. Este lugar estaba identificado como sede de uno de los muchos grupos de Alcohólicos Anónimos que hay en la ciudad. No era la primera vez que me acercaba al mundo de Alcohólicos Anónimos, pero esta vez lo hacía de manera directa, pero eso es tema en el que no ahondaremos, al menos no en esta bonita entrada, que ya de por sí tiene una alta dosis de torcedera.

Lo primero que pensé cuando vi el logotipo de AA  fue:  «¡a chinga! a ver, sí tengo episodios muy lamentables con el alcohol en mi historia juvenil, pero nada realmente destacable”; o que tire la primera piedra aquel o aquella quien alguna vez no se haya levantado de un charco de vómito con amnesia post peda, o aquel o aquella que no se haya parado en una mesa de un bar de confiaza a decir que era el mesías y después a agitar la, en aquel entonces, larga cabellera; para después azotar en el piso entre ovaciones de los ahí congregados (historia real según testimonios de testigos). 

Por lo tanto, pensé que seguramente los muchachos abstemios simplemente les prestaron la sede al grupo de las sonrisas de gente que no tiene el alma marchita porque, además de padecer ansiedad, la disonancia cognitiva es mi pastor, nada me faltará.

Al entrar a donde se llevaría a cabo la reunión había ya gente reunida, unas 20 personas en silencio. Hombres y mujeres, todos sentados en unas sillas austeras plásticas medio piteras que estaban dirigidas hacia el frente del salón donde había una mesa vacía, a manera de estrado, que seguramente sería ocupada por algunos oradores como si se tratara de una rueda de prensa versión deprimente. El lugar era sombrío y con una vibra densa mezclada con nerviosismo de incertidumbre y un sentimiento de primera vez, como cuando vas al primer día de clases, pero a una escuela que está dentro de la cárcel y sabiendo que tu profesor sería, el muy ecuánime, Ricardo “Tuca” Ferretti.

Ya no me quedó ninguna duda de quién organizaba este triste aquelarre al que me estaba uniendo cuando, al fondo del recinto, vi la característica barra libre de café con vaso de plástico que solo puedes (o podías) encontrar en dos lugares: en los funerales modestos donde aún se velaba toda la noche a los difuntos; y sí, en los grupos de Alcohólicos Anónimos. Pero pues no había marcha atrás, ya había entrado y había sentido la mirada de todos los que ahí se encontraban, quienes sin palabras decían: “Hermano, seguro la estás pasando de la verga y tu vida es una mierda, pero al menos te atreviste a venir”. Supongo que todos los que entran a este tipo de lugares y bajo este tipo de circunstancias se sienten mirados de la misma manera; esa mirada que nunca pensaste que recibirías, porque pues tú siempre soñaste con recibir la mirada de: “Señor, aquí tiene usted su, muy merecido, Premio Nobel a una vida llena de éxitos”, mientras te imaginabas rodeado de gente que te aplaudía de pie, y después re-nombraban en tu memoria la calle donde pasaste tu infancia. Pero no, en vez de eso, ahí estaba con cara de idiota, como venadito lampareado, derrotado en este triste lugar y sin saber ni para donde voltear. Por lo tanto, hice lo único que me quedaba por hacer: tragar saliva que me supo a hiel, sobarme el pechito y, con lo que quedaba de mi muy lastimado ego, ir a buscar dónde sentarme. No sin antes servirme un vasito de café; el cual, por cierto, yo no sé si lo hacen con lágrimas de esperanza y nuevos amaneceres, o si era tal mi vacío, que la verdad me supo bastante bien, aguado como los brazos de mi abuela (que dios la tenga en su gloria), pero bastante sabroso y reconfortante.

Al final, después de unos minutos la reunión comenzó. Pasaron al frente 4 personas a ocupar los asientos vacíos y comenzaron con una bienvenida bastante insípida. Conforme una de las personas hablaba, noté que el grupo de escuchas estaba dividido en 2: quienes visitábamos por primera vez el grupo, y quienes me dio la impresión de que ya eran miembros con cierta antigüedad. Esto lo supuse porque entre algunos oyentes ya había cierta camaradería en las miradas, y sobretodo, por las referencias que hacían los oradores hacia algunos de ellos. La persona se presentó solo por su nombre de pila, sin apellidos, para propósitos de este relato lo nombraremos «Manuel”.

Manuel era un tipo a quien calculo que rondaba los 50 años, de tez blanca, pelo castaño, ropa sencilla y de lenguaje populachero; quien con mucha confianza dominaba su escenario.

El hecho de que Manuel nos diera la bienvenida a varias personas a la vez, me dio la idea de que esto se trataba del inicio de un nuevo ciclo del grupo. Era como si comenzara un nuevo semestre escolar y se dispusieran a presentar el plan del curso.

Después, Manuel, como supongo sucede en la mayoría de los grupos de AA con sus integrantes, comenzó a dar su testimonio personal y así lo siguieron las demás personas sentadas al lado de él.

Entre ellos se decían “padrino” o “madrina”, cuestión que también creo que es muy característica de las agrupaciones de Alcohólicos Anónimos. Los testimonios que nos compartían en primera persona, eran decadentes y muy explícitos; no se derivaban precisamente de situaciones de alcoholismo exclusivamente, había quienes hablaban de otro tipo de adicciones, drogas o incluso únicamente por ser mierda «por naturaleza” o «por herencia». Vivencias de violencia intrafamiliar, de situaciones de pobreza y escasez, dramas de la infancia repetidos en la adultez y todo lo que gesta una vida podrida y sin esperanza, que dan forma a los cimientos de nuestra hipócrita sociedad. Esas situaciones penosas que suceden a puerta cerrada y que evitamos a toda costa que pasen dentro de nuestra burbuja familiar; o que, si fuera el caso de también sufrirlas en alguna medida, las negamos y ocultamos esperando que nadie se entere de ellas.

Después de una larga sesión de drama y miseria, Manuel volvió a tomar la palabra para darnos una gran noticia, todas esas historias, en caso de que nosotros también las estuviéramos viviendo, tenían un final transformador; solo teníamos que estar dispuestos a ganárnoslo.

Fue entonces cuando nos habló de un gran evento que se llevaría a cabo en dos semanas. Éste sería un retiro, pero no cualquier retiro, sino la madre y padre de todos los retiros; el alfa y el omega; un parteaguas en nuestra jodida e insignificante existencia tirada al desperdicio; la metamorfosis de pobres e indignos gusanos, a verdaderos hombres y mujeres capaces de retomar en nuestras manos las riendas de nuestra propia vida. Pero nos advertía: “¡Serán tentados! en el transcurso de estas dos semanas, se les presentarán mil excusas para no asistir al retiro: Quizás un compadre les caerá de visita (sic) ( jajajaja al parecer, los compadres son unos agentes del caos y la causa principal de que no nos convirtamos en la mejor versión de nosotros mismos), quizás les ofrezcan un buen negocio, o simplemente los inviten a un plan que les resulte muy atractivo. Pero sean fuertes. Están a punto de cambiar su vida, y fuerzas oscuras (¡¡wtf!!) se resistirán a que cambien. ¡Resistan!”. – Concluía Manuel –.Yo mientras tanto, temeroso e incrédulo, me aferraba a mi rico cafesito servido en vaso de plástico, propio de una fonda marginal.

Y pues como a mí ninguna fuerza oscura (en ausencia de algún compadre sonsacador) me iba a privar de dejar de ser un insignificante gusano, ahí me tenían asistiendo a la siguiente sesión muy peinao y puntual, mame y mame café aguado.

Las sesiones eran una preparación para «El Día D», el día del retiro. Tenían siempre la misma dinámica: Una ronda de testimonios personales lacerantes, relatados por diferentes miembros del grupo, hombres y mujeres de diferentes edades y de diferentes ocupaciones.

La forma de relatar sus vivencias guardaba ciertas peculiaridades. Se notaba que cada persona que compartía su testimonio, había adoptado ciertos códigos de comportamiento propios del grupo. Desde el tono y ritmo con el que contaban su vida, muy similar a cómo cambian su forma de hablar algunos reporteros de noticias para imprimirle cierto sensacionalismo a su nota, o a la manera cantadita y folclórica en como los vendedores ambulantes ofrecen su mercancía. Pero el código del grupo más peculiar era una muletilla muy marcada que imprimía a cada testimonio «el toque de la casa» por excelencia. Esta muletilla consistía en que cada frase tenía que comenzar y terminar diciendo “cabrón, hijodesuputamadre, cabrón…”; así literal, la frase completa y con el «hijo de su puta madre” entonado como si se tratara de una sola palabra, esto hacía que por más que el relato fuera muy culero, una parte de mí (mi parte más mierda) estuviera a punto de reírse; pero no me juzguen, de verdad no era por ser una cagada de persona y tomar a burla esto, creanme que simplemente era muy difícil ignorar lo surreal de la escena.

Si no me creen hagan el intento. Cierren los ojitos e imagínense estar sentados ahí, escuchando en un tono propio de vendedor de cd’s pirata a todo pulmón, algo como:

“Cabrón, hijodesuputamadre, cabrón. Perdí mi familia por estar siempre drogado. Cabrón, hijodesuputamadre, cabrón. 

Cabrón, hijodesuputamadre, cabrón. Mis hijos me tienen miedo porque siempre que llegaba a casa les gritaba y los golpeaba. Cabrón, hijodesuputamadre, cabrón”. 

Y así todo el maldito testimonio y todas las malditas historias:

“…cabrón, hijodesuputamadre, cabrón; [ inserte aquí un enunciado de su culerísimo testimonio de violencia intrafamiliar ]. Cabrón, hijodesuputamadre, cabrón”.

Si logran mantenerse enteros e inmutables es porque, bendito sea mi padre dios, ustedes son mucho mejores personas que el sujeto que escribe esto.

Durante los relatos no se tenía interacción alguna con los “nuevos reclutas”, nosotros solo íbamos a escuchar. Después se hablaba del retiro, advirtiéndonos que toda la experiencia de cambio no tendría sentido sin la asistencia al retiro, e insistiendo en que resistiéramos las numerosas tentaciones (quizás auto-generadas) que nos impidieran ir. Y al final nos largábamos a nuestras casas a tratar de digerir lo escuchado y, por supuesto, a orinar café como camellos.

El retiro

En realidad no teníamos mucha información sobre en qué consistiría el futuro, todo lo relacionado con este evento siempre tenía un velo un tanto absurdo de misterio. La asistencia tenía un costo por gastos de organización, la cantidad no la recuerdo, pero era relativamente accesible, al menos para mí desde mi privilegio clasemediero. La única información que se nos daba, aparte de que nos cambiaría la vida, era que duraría 2 noches; que no se llevaría a cabo en la ciudad; que tendríamos que viajar en transporte proporcionado por el grupo y que el sitio exacto del lugar lo conoceríamos al llegar; pero que haría frío, por lo que se nos pidió llevar ropa abrigadora. Asimismo, se nos indicó que la comida ya estaba incluida, pero nos pidieron que lleváramos específicamente 2 postresitos (sic) que nos gustaran y que fueran de fácil almacenaje y manejo; algo así como unos Twinkies o pastelillos similares, esto supuestamente para una actividad del retiro. Pero cuando me refiero a que todo esto del retiro tenía un velo de misterio absurdo, es porque cuando se nos daban indicaciones como la anterior; entre los miembros del grupo intercambiaban risillas y miradas de complicidad. Seguramente todos imaginaban una cosa diferente relacionada con este viaje edificante, mi única referencia eran cientos de retiros que tuve, en los 13 años de educación básica en escuela jesuita, los cuales no niego que me aportaron cosas valiosas y que fueron parte de mi formación, pero que no consideraría me hayan cambiado la vida. En fin, ojalá al menos se lleven la cafetera – pensé –.

El día llegó. Nos convocaron a las 7 de la tarde en el mismo lugar donde se llevaron a cabo las sesiones. Ahí nos reunimos los asistentes y ayudantes del retiro. Yo llevaba únicamente una mochila con 2 cambios de ropa, unos gansitos   y 3 caguamas,  jeje no es cierto, no creo que hubiera sido la mejor idea, así es que mejor opté por un refresco y una lechita de chocolate para mi desayuno continental.

Nos subimos a unos autobuses alquilados, nos despedimos de nuestros «yo» del pasado y salimos en una caravana de la torcedera a buscar nuestra redención; confiando nuestra integridad a la bondad de un grupo de ex golpeadores de mujeres y niños, abusadores de sustancias, e individuos que se habían salvado de estar recluidos en algún penal, todo esto según sus propios testimonios.

El trayecto habrá durado entre 45 minutos y una hora, tiempo en el que anocheció completamente. Ya totalmente a oscuras, los autobuses se adentraron por un camino sin asfaltar. El nerviosismo y la tensión eran evidentes en el autobús. Yo trataba de no pensar en que no tenía ni puta idea de dónde estaba, ni de qué haríamos ahí. Me distraía privándome de la realidad con mis audífonos. En cierto momento me di cuenta que actuaba en automático, simplemente me dejaba llevar sin generar ninguna expectativa, ni deteniéndome a juzgar mi presencia en el retiro o siquiera si serviría de algo todo esto que estaba haciendo. Entrar en ese estado me ayudó a encontrar calma y a continuar, de lo contrario creo que me hubiera frikeado antes de llegar al lugar del retiro.

Los autobuses se detuvieron en una propiedad no muy grande, delimitada por una barda y que al parecer se trataba de una granja dedicada a la crianza industrial de pollos. Lo supuse ya que desde afuera se alcanzaban a ver las muy características edificaciones alargadas de un solo nivel que se asemejan a pequeñas barracas militares. El lugar estaba a penas iluminado con unos cuantos focos, lo cual aunado a las instalaciones antes descritas, le daba al sitio un aspecto de campo de concentración ejidal. ¡Todo parecía indicar que nos la íbamos a pasar «bomba”!

Nos bajamos de los autobuses dentro de la propiedad y nos guiaron hacia un área acondicionada con varias literas, donde se nos indicó que dejáramos nuestro equipaje, pues ahí pasaríamos la noche. También tuvimos que dejar en nuestro equipaje nuestro teléfono celular, reloj y/o cualquier aparato electrónico, pues estaban estrictamente prohibidos utilizarlos durante el retiro. Se nos pidió que, una vez que dejáramos nuestras pertenencias, saliéramos para que nos llevaran a realizar la primera actividad; no sin antes llevar con nosotros el “postresito” que nos habían pedido desde el primer día en que llegamos al grupo, para entregárselo a alguno de los ayudantes del retiro.

Después de salir del área de las literas, cada uno de nosotros fuimos tomados de un brazo por uno de los ayudantes del retiro (cosa que me pareció de lo más extraña), y así fuimos guiados uno a uno al interior de una de estas barracas polleras. Dentro, había una serie de mesas colocadas una al lado de otra, que juntas formaban una gran herradura, dejando un espacio libre al centro del recinto a manera de pasillo. En el extremo cercano a los muros estaban colocadas unas sillas para cada uno de los asistentes, de manera que casi todos podíamos vernos a la cara, frente a cada lugar habían hojas en blanco, un lápiz, una vela y un vasito de plástico de mercado, de esos de a 40 piezas por $10 pesos mexicas. No había rastro de pollos, sin embargo el lugar era austero y un tanto húmedo, parecería que tenía tiempo que los días de crianza avícola habían terminado. No había ventanas ni luz eléctrica, el lugar estaba alumbrado únicamente por las velas que cada quien tenía al frente. Se nos asignaba nuestro lugar según el orden de llagada. La persona que nos llevaba a cada uno tomado del brazo se colocaba detrás de cada quien como si se tratara de nuestro cuidador o carcelero.

Al parecer varios pudieron sortear sus respectivas tentaciones y a sus respectivos compadres malditos, porque vi varias caras familiares de las sesiones previas.

La atmósfera era de lo más extraña e inverosímil, como podrían imaginarse. No teníamos ni puta idea de qué esperar, ni de qué íbamos a hacer, pero ahí estábamos todos como idiotas autómatas dejando que nos dieran órdenes y obedeciéndolas sin cuestionar; esperanzados a que todo, de alguna forma, al final valiera la pena.

Después de que todos ocupamos nuestros lugares, entró una de las personas que al parecer, junto con el antes mencionado Manuel, compartía un rango alto de “padrinazgo”  y nos dijo en tono serio, alto y claro, las reglas del asunto. Esta persona, a quien llamaremos Julián, nos dijo que nadie podía hablar sin permiso; podíamos ir al baño las veces que quisiéramos, pero para hacerlo, teníamos que levantar la mano y uno de los cuidadores asignados nos ayudaría a ponernos de pie para después acompañarnos; se nos solicitó cooperar con las actividades manera respetuosa y atenta; y por último, podíamos pedir toda el agua o café que quisiéramos. Y aunque el café era un aliciente, como creo que ya ha quedado claro en este relato, me pregunté ¿por qué se tendría que recalcar qué había barra libre de café en esto? Pero claro, todo cobraría sentido más tarde.

La actividad comenzó cuando una chica entró con la adrenalina a tope, gritando con todo entusiasmo el primer “cabrón, hijodesuputamadre, cabrón” de la velada. Lo hizo como si la cantante sensación del momento, al abrirse paso en esa pobre y patética pasarela pollera, la convirtiera en el maldito escenario principal del “Testimonios de Vida de Mierda Fest”. 

La dinámica consistió en una ronda de testimonios que se intercalaban con momentos en los que nos ordenaba escribir en las hojas de papel que nos dieron. Comenzamos escribiendo nuestra biografía. Después nos pedían escribir sobre cómo nos sentíamos después de cada testimonio que «el padrinato» nos compartía. Por último, exploramos momentos difíciles y oscuros de nuestra vida, de la manera más sincera y honesta con la que fuéramos capaces de vomitar nuestra historia sobre esos pobres pedazos de papel. Todo esto en un ambiente de alta exaltación, gritos, gente alterada y sentimientos a flor de pie; algo muy cercano a lo que imagino que podría ser estar en un evento de coaching evangélico de sanación. 

Los testimonios eran más dramáticos y explícitos que en las sesiones de preparación para el retiro. Parecería que hubieran reservado su “mejor” material para este evento. Recuerdo el testimonio que más me impactó. Nos lo relató Julián, quien volvió a aparecer en escena.

Julián era un tipo obeso, moreno y de baja estatura; quizás de unos 45 años. Era muy estruendoso y arrabalero; particularmente aficionado a escupir mierda verbal de altisonancia extrema.

El padrino Julián nos contó que cada vez que se alcoholizaba, de él se adueñaba una furia incontrolable, la cual descargaba con quien se pusiera en frente, y quien usualmente se ponía en frente era, de manera involuntaria, su esposa. Quien recibía en forma de madrizas y abusos verbales (y sexuales) toda la frustración y resentimiento que Julián  había acumulado por años a causa de una infancia rota y llena de maltratos; y de una adolescencia jodida y sin esperanza ni propósito. Fue esa rabia la que en una de sus borracheras, llevó a Julián a que, sin importar que su esposa tuviera un avanzado embarazo, él le propinara una golpiza como nunca. Lo que nos contó Julián nos dejó fríos. Relató que esa noche no paró de golpear a su esposa y gritarle, entre los más denigrantes insultos, que él no quería al hijo que estaba en su panza. La tiró al suelo y ahí continuó, ahora pateándola en el vientre, no se detuvo hasta que él quedó exhausto y la entrepierna de su esposa sangraba, mientras ella se retorcía de dolor.

¿Cuál es la forma correcta de reaccionar ante un testimonio como el anterior?; que además de lo culero que de por sí fue, había sido relatado con todo detalle por el autor de los hechos, a gritos, entre lágrimas y mentadas de madre. 

Estados alterados de consciencia

Después de horas de testimonios y de catarsis de escritura “estilo Auschwitz”, nos dimos cuenta que al parecer esto no iba a parar pronto. Había personas que comenzaban a dormitar, pero cuando la gente del retiro lo notaba, hacían una señal al gendarme a cargo para que se acercara a despertarlas tocando su hombro, para después ofrecerles agua o café. Me podía ir olvidando de mi superdesayuno continental con mi lechita de chocolate en Tetra Brik.

Este retiro ya distaba mucho de lo que mostraba el folleto promocional que me había fabricado en la cabeza.

La pasarela pollera solo se vaciaba para dar paso a la escritura. Y así, el amanecer llegó y fue hasta entonces que nos permitieron salir un momento a recibir un refrigerio. Hasta donde llega mi memoria, fue algo sencillo y muy austero, pero que seguro me supo a lo que ha de sentir un gringo la primera vez que come Dorilocos con Esquites; pero sin la diarrea subsecuente que les causa, debido a su puritana e inexperta flora intestinal.

Todos nos encontrábamos muy perturbados por la megasesión que acabábamos de vivir, seguro para ese momento nos podría haber brotado sangre y sufrimiento por los oídos. Y además de esto, estábamos hasta el tope de cafeína a granel y con ese estupor jodido que causa el no haber dormido, y no precisamente por voluntad propia.

El día continuó con una actividad en donde nos separaron por grupos y nos llevaron a un patio con el que contaba la otrora granja pollera. El día estaba soleado y fue agradable  sentir el aire fresco y el sol en la cara después de estar en la barraca por tantas horas. Por unos minutos nos sentimos como perros que se asolean placenteramente en la terraza de una casa de esas de barrio popular, cuyo último piso está en obra gris y con las varillas expuestas.

Pero no estábamos ahí para pasarla bien, los gusanos rotos de la sociedad tienen que purificarse en su dolor. Por lo tanto, exprimir más dolor era lo que tocaba como brunch. 

En dicho patio nos pusieron en círculo para después vendarnos los ojos, escuché como más personas se acercaron y nos rodearon. Una voz se alzó pidiendo que pensáramos en todo lo que habíamos vivido, en cómo nos sentíamos y todo el sufrimiento que habíamos guardado. “…Este es el momento de soltarlo y dejarlo ir” – Dijo el padrino instructor de esta «Rueda de San Miguel» de las lamentaciones – “…no se contengan” – Añadió –. En ese momento las personas que nos habían rodeado empezaron a increparnos, de todos lados escuchaba voces que se acercaban a mí a decirme cosas como “¡Déjalo salir!”, “¡Mírate lo jodido que estás!”, “¿Qué, no quieres salir del hoyo?”, “¡Hazlo por tu familia!”, etcétera. Una y otra vez, constantemente. Yo no sabía qué carajos hacer, ¿Qué tenía que hacer para “dejarlo salir”?. La actividad comenzaba a ponerse muy perturbante; personas empezaban a quebrarse. Se escuchaba como rompían en llanto, comenzaban a insultarse a sí mismas y a gritar desaforadamente.

Llegó a un punto el asunto que la histeria comenzó a reinar y a contagiarse. Las personas me gritaban ya muy cerca de la cara y con demasiada constancia, La situación me fue tan insoportable que no pude hacer otra cosa que gritar y tirarme de rodillas al suelo para dejar de sentir el acoso. En ese momento sentí como 3 personas me sujetaron muy fuerte y me dijeron que ya me calmara y no gritara más. “¡Hijos de puta!” – fue lo único que pude pensar –. No me había sentido así, tan ultrajado y forzado a llegar a mi límite, desde que era niño y me obligaban a tallarle los callos de los pies a mi abuelo y a rasurarle la espalda por cada materia reprobada (Jajajajaja en realidad nunca me obligaron a eso, pero supongo que me hubiera sentido así de humillado).

Después de mi exabrupto contenido por la pseudo milicia del shock, me permitieron descubrir mis ojos y me llevaron a otra zona de la granja donde llevaban a las personas que como yo, según ellos, habían soltado sus amarres. Ahí había un grupo de los ayudantes de retiro que estaban consultando con un líder padrino sobre una situación. Al parecer uno de los asistentes del retiro había tenido una crisis y quería irse. Tardaron más en comunicárselo al superior, que en lo que llegó el tipo acompañado de dos soldados rasos del «ejército del padrinato”. El tipo lucía como si fuera un adicto a la piedra y estuviera en pleno síndrome de abstinencia. Temblaba, tenía los ojos abiertos y con mucha angustia; todo su rostro reflejaba angustia y no paraba de pedir perdón y decir: “No puedo, carnal, no puedo. Se los agradezco mucho, pero tengo que irme”. Lo decía a todos, incluso a mí, no podía diferenciar entre padrinos e iniciados como él y yo.

Según supe, por rumores, al tipo sí lo llevaron de regreso a la ciudad. No soy especialista, pero por experiencia propia y de cercanos, podría aventurarme a especular que lo que este sujeto había experimentado había sido un ataque de pánico perrón, carísimo de París.

Lo que continuó en el menú de actividades recreativas del campamento pollero del dolor fue un poco más personalizado, ahondamos por separado y en grupos más reducidos sobre la historia de vida de cada quien y en las causas por las que cada quien había decidido asistir al grupo. En eso se enfocó el resto del día. No recuerdo algo más específico sobre ese día. Tampoco recuerdo en qué momento del día volvimos a comer, porque seguramente lo hicimos. Lo que sí puedo asegurar es que no nos permitieron dormir y así nos volvió a anochecer.

El padrino.

Esa noche nos pidieron que escogiéramos a quien se convertiría a partir de ese momento, y solo si esa persona aceptaba nuestra solicitud, en nuestro padrino. Esto significaba un gran honor y responsabilidad para la persona que eligiéramos; pues sería nuestra guía y apoyo, no solo durante el resto del retiro, sino en nuestra vida cotidiana allá afuera, en el mundo real donde no estaríamos cobijados por la protección y acompañamiento del grupo.

Yo escogí por supuesto al padrino Julián, pues consideré que era una gran idea, y lo mejor para mi salud mental, tener en mi vida el pronto y seguro consejo de un asesino, golpeador de mujeres y violador. ¡Ja! no. Quizá no debería haber juzgado y tendría que haber creído en la capacidad de las personas por cambiar, inclusive después de atrocidades de ese tamaño, pero la verdad es que, aparte de todo, él siempre me malvibró desde un inicio; y después de su relato no era precisamente confianza y carisma lo que me transmitía. 

Escogí como padrino a un tipo que para propósito de este relato (y porque la neta no recuerdo su nombre) llamaremos José María Trinidad, el padrino “Chema Trinidad» era una persona de unos 60 años, de estatura media, pelo cano, delgado y de comportamiento tranquilo; albañil de oficio. Era un miembro de alto rango del grupo, quien estaba rehabilitación de una adicción a enervantes y alcoholismo (Y señalo que en rehabilitación porque según la OMS, las adicciones son enfermedades incurables, progresivas y mortales).

La verdad es que escogí un padrino porque teníamos que hacerlo, pero desde la noche anterior, tenía decidido que yo no continuaría con el grupo porque sus métodos de shock me parecían cavernícolas. Además, y sobretodo, había descubierto que todo comenzaba a tornarse hacia un rumbo abiertamente cristiano. Y quizá no es que no lo hubiera descubierto, sino que dejé de engañarme para no ver el fanatismo religioso asomar su cabeza de martirio y culpabilidad represiva; cuando era evidente, por ciertas señales que los miembros del grupo poco a poco comenzaron a soltar cada vez  más con mayor confianza, como si fuera una estrategia de no mostrar desde un inicio a los reclutas sus verdaderas caras; sus verdaderos colores, diría Cindy Lauper.

Aún así decidí continuar con el retiro con la mejor actitud y apertura que me fuera posible, ya que en ese momento reflexioné que el hecho de que este tipo de “terapias” no fueran para mí, tampoco significaba que no pudieran servirles a otras personas que la estaban pasando muy, pero muy mal; y que ésta, quizás era su única oportunidad de darle sentido a su vida.

José María Trinidad aceptó apadrinarme, aún a pesar de que era un padrino muy cotizado. Después de ser apadrinados, nos reunimos con nuestros respectivos nuevos gurús de vida. Mi ahora padrino Trinidad leyó las hojas que había escrito durante la primera actividad del retiro, comentando algunas cosas, señalando algunas otras y ahondando en detalles que le parecían pertinentes. Notaba que mi juicio para ese momento ya no se encontraba del todo afinado, después de todo el café, las dinámicas y más de 24 horas sin dormir.

Mi padrino después de conversar y comentar sobre lo que expuse en las hojas, me preguntó si yo consumía alguna droga, le que negué. “… ¿Y alcohol?, ¿tú chupas; te gusta irte a chupar?” –Me preguntó–. Le contesté que sí. A lo que me respondió: “Ah, pues eres alcóholico entonces. Desde este momento vas a dejar de tomar…” “Mmmm, ¿por cuánto tiempo?” – Pregunté, con total incrédulidad –. “Para siempre, tú ya no puedes volver a tomar, eres alcohólico”. Y cómo dirían los Héroes del Silencio “Para siempre me parece mucho tiempo”. «¡No mame Trini! si yo no tengo pedos con el alcohol” – Pensé –. Pero en ese momento no dije más, como decía, mi juicio estaba muy mermado y me sentía muy disminuido.

Sin embargo, en mi cabeza seguí dando muchas vueltas al asunto. En otro contexto, quizá me hubiera cagado de risa en el acto y hubiera mandado cortesmente a la verga al Trinidad, pues he visto muuuy de cerca el alcoholismo en mi vida y ese milagrito no me lo podía atribuir, por más aquejado por la ansiedad que estuviera. Pero en ese momento, en ese estado físico y mental; la duda se implantó en mi cabeza. Porque todo mundo sabe que lo primero que diría un alcohólico es: «yo no soy un alcohólico», ¿no?

El “diagnóstico” de José María Trinidad no tenía sentido. Sin embargo, ahí estaba yo, pensando que no solo había entrado al retiro con ansiedad y quizás depresión, sino que ahora salía también con alcoholismo… ¡mi madre va a estar muy orgullosa de mí, quemosión! 

Setenta veces siete.

La noche transcurrió mientras cada quien hablaba con su nuevo padrino y repasaban sus hojas de vida y pseudo terapia catártica. Esa noche tampoco se nos permitió dormir ni descansar más allá del tiempo en el que esperábamos a que las demás personas todos pudieran compartir un momento estilo confesionario con su nuevo guía espiritual.

La mañana siguiente ya estábamos muy afectados física y emocionalmente; pero al menos ya faltaban pocas horas para que el retiro finalizara. Era domingo y ese día regresaríamos a nuestras casa como hombres y mujeres nuevos, puteadísimos y hechos unas piltrafas nauseabundas, pero nuevos.

Pero antes teníamos que pasar por el «bautismo de fuego» para concretar la conversión. 

Nos formaron para pasar a una especie de salón donde se encontraban reunidos muchos de los miembros del grupo, quienes ahora todos portaban un collar idéntico con una figura de Cristo. 

Mis recuerdos sobre esto es sumamente vago. Lo que aún tengo presente es que parecía ser una especie de servicio religioso evangélico, gente cantando y orando. Entre los que entrábamos a esta ceremonia había gente muy perturbada, otros conmovidos y quienes ya solo actuábamos por reflejo e instinto.

Al final de este salón se encontraba un padrino que literalmente parecía que era un pastor predicando. Exaltado y a viva voz nos instaba a que dejáramos atrás nuestra vida de dolor y perdición. Que aceptáramos la sanación espiritual, arrepintiéndonos de nuestros actos impuros. Yo me sentía en otra dimensión, de verdad estaba en el infierno y no era como lo había imaginado. Pero no había vuelta atrás, tendría que seguir con este montaje y acabar con el asunto. De verdad estaba haciendo un esfuerzo por permanecer abierto y no estropear la experiencia de “conversión” a los demás, aunque yo por dentro me estuviera vomitando. O tal vez, no era una cuestión de respeto a los demás, quizá tenía miedo de que, en una de esas, los padrinos me lapidaran por hereje. Haya sido como haya sido, me sentía obligado a simular amigos, simular por mi propio bien.

Uno a uno comenzamos a pasar al frente donde este padrino pastor, quien creo que era Manuel, iba convirtiendo a cada nuevo recluta. La conversión consistía en que la persona se arrodillara ayudada/sujetada por dos miembros de la congregación mientras el padrino/pastor solemnemente le pedía a la persona a convertir que se arrepintiera por sus maldades y errores. Mientras los demás miembros del grupo que se encontraban alrededor coreaban: “arrepiéntete”. Ante esto, la persona en turno tenía que decir que se arrepentía, usualmente con cara de animal acorralado; o bien, había quienes ya venían totalmente convencidos, y llorando gritaban: “¡me arrepiento!”. 

Después el padrino/pastor le ponía a la persona frente a la cara una imagen de Cristo, la cual era iluminada con linternas, que tenían los asistentes sujetadores, mientras le gritaba al pecador que la viera sin parpadear, después le cubrían los ojos al pobre tipo o tipa y segundos después se los descubrían, pero ahora con una hoja en blanco también iluminada con las linternas. En ese momento, el padrino/pastor le preguntaba a gritos: “¿Qué ves?”. Y como si fuera un acto de magia de la más paupérrima manufactura, el antes pecador gritaba: “¡¡A Cristo!!” Y así entonces estaba hecho el trabajo divino. Un nuevo siervo había nacido.

Pasé por el mismo proceso, con la única variación, que cuando me pidió el padrino/pastor que dijera lo que veía en la hoja de papel en blanco, titubeé, pues yo no veía nada, y además si lo hubiera visto, no es porque fuera un milagro, era porque es un fenómeno de la vista muy habitual que desde la primaria uno lo conoce. Sin embargo, ahí me tienen haciéndole al pendejo; si ya sabía qué era lo que tenía que decir para que esto terminara, ¿por qué no terminaba con el asunto y ya? Ante mi silencio por el titubeo el padrino/pastor me tomó de la cabeza y me acercó más la hoja e insistió de manera más enfática: “¡¡¡¿qué ves?!!!”. Y quizás en otro estado y en otro contexto me hubiera salido lo mamador, y habría dicho alguna pendejada digna de contarla pensando que había sido muy ocurrente y payasito. Pero la verdad, esto ya estaba muy intenso, los ánimos muy caldeados y el fanatismo a tope; por lo que simplemente dije: “a Cristo”, de una manera lastimera y derrotada.   

Después de nuestra conversión, nos pasaron a otro salón donde la gente esperaba mientras los demás pasaban por su proceso. Este lugar tenía algunas imágenes religiosas, había gente que lloraba en el piso, otros simplemente veían al vacío y había otros quienes rezaban. Parecía albergue de desastre natural.

Después de unas horas, cuando todos habían pasado por su conversión, se nos reunió en este lugar para que escucháramos lo que el Padrino Julián tenía que decirnos.

El Padrino Julián nos felicitó por haber concluido el módulo 1 del resto de nuestra vida, a partir de ese momento formábamos parte de ese grupo, inclusive, ahora teníamos el honor de ser llamados también “padrinos”. Y en su momento podríamos ayudar a alguien más que lo necesitara como nosotros.

Pero, como lo dijo el tío Ben del Hombre Araña; “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. También habían algunas reglas que seguir, la principal era que estaba totalmente prohibido hablar de lo sucedido ahí a gente fuera del grupo. Y el padrino Julián fue muy enfático en esto, no solo bastaba con que lo escucháramos. Se nos pidió que nos tomáramos de las manos e hiciéramos en voz alta un juramento. Juramos que nada de lo escuchado o vivido dentro del retiro sería comentado con personas ajenas al grupo y que de lo contrario todos nuestros males y sufrimiento se multiplicarían “setente veces siete”, como número de eternidad divina, según el padrino Julián.

Y así, todos tuvimos que corear: “…¡De lo contrario que mis males y sufrimiento se me multipliquen setenta veces siete!”.

Por lo tanto, creo que Julián no estaría muy orgulloso de mí si se entera que no solo comenté todo lo sucedido a la semana de vivirlo, sino que ahora está publicado en un blog. Pero bueno, siempre he sido un padrino chismoso e incómodo, con problemas con la autoridad; ¿qué se le va a hacer? 

Después del juramento fuimos por nuestro equipaje, el cual nunca utilizamos. Para después dirigirnos a los camiones que nos esperaban para regresar.

De regreso, el autobús en el que yo me encontraba estaba en silencio. Todos los recién convertidos estábamos como zombies, quizás en estado de shock y con como 40 horas sin dormir.

Me percaté que en menos de 10 minutos ya estábamos entrando en la ciudad. Lo que quería decir que, en realidad, la granja a donde nos llevaron estaba muy cerca de la ciudad; cuando nos llevaron a la granja en un inicio, lo hicieron deliberadamente por una ruta larga. Esto quizás para desorientarnos o simplemente para pasearnos más, en ese momento era lo que menos me importaba y francamente agradecía que llegaríamos en breve.

Cuando nos acercábamos al lugar de partida original nos indicaron que nos tenían una última sorpresa, pero que no nos preocupáramos, esta sería una buena sorpresa. Creo que ya nadie reaccionó, acto seguido nos encapucharon. Noté que después de unos minutos, el autobús comenzó a estacionarse. Cuando se detuvo totalmente, comenzaron a ayudarnos a descender y lentamente nos encaminaron a otro lugar. Yo escuchaba pasos de los demás por lo que supuse que nos estarían reuniendo en algún lugar, después escuché algunos susurros; la tensión crecía, pues no sabíamos que nos esperaba.

Después de unos minutos nos pidieron que en cuanto nos descubrieran la cabeza miráramos al frente. Cuando nos quitan la capucha veo de frente a medio paso de distancia el rostro de mi mamá, y es cuando me quiebro completamente. Rompo en llanto junto con todos los demás neo-padrinos torturados; pues habían llevado familiares de todos a recibirnos y nos habían colocado frente-a-frente a ellos para que lo primero que viéramos al llegar fuera sus caras. Un golpe muy bajo, si me lo preguntan. Nos encontrábamos en un jardín que estaba en frente del lugar que servía como sede del grupo. Había quienes habían asistido con hijos pequeños de los asistentes del retiro; llevaban globos y regalos. Vi a gente de todas las edades pedir perdón mientras lloraban y abrazaban a sus familiares. Lo último que recuerdo fue que mi mamá me abrazó con una cara preocupada; obviamente no tenía idea de qué habíamos vivido, le pedí que no se preocupara más y que nos fuéramos ya. 

No sé cuánto dormí después de aquello. Cuando vi a mi madre no le conté todo lo sucedido, pero al menos conversamos lo suficiente para que estuviera tranquila y supiera un poco qué clase de retiro era al que había asistido.

Los días posteriores reflexioné sobre lo que había vivido y sobre las experiencias de la gente que había conocido en esos días. Me encontraba, perturbado, confundido y con una mezcla entre enojo y tristeza. Para mí, esta gente se había valido de métodos poco éticos y ventajosos. Pero por otro lado, había gente que quizás en esos momentos estaba comenzando una nueva vida. Quizás esta era la única forma en la que mucha gente puede encontrar un lugar donde nadie los juzgue y se sientan respetados y queridos. Donde además, ahora podían contar con un guía personal que los ayudara a enfrentar los problemas de su vida cotidiana, cosa que es sumamente valiosa cuando no tienes el apoyo de unos padres, una familia propia o si quiera de amigos. Y así terminar su historia de violencia, adicciones y miseria. Ojalá así haya sido.

No volví al grupo. La idea implantada a putazos de mi alcoholismo se desvaneció. Sigo siendo padrino, pero ahora solo de bautismo del hijo de un gran amigo (sí ahora ya tengo mi propio compadre sonsacador). Sin embargo, eventualmente sí logré sonreír como lo hace la gente que no tiene el alma marchita. Pero entendí que no tener el alma marchita, al menos para mí, no es una enfermedad que se cura en un retiro de fin de semana con la utilización de métodos medievales; es un trabajo constante que conlleva otro tipo de esfuerzos.

¿Este grupo se trataba de una secta?

Según María Dolores Vargas-Llovera en su artículo “Los nuevos movimientos religiosos y las sectas: conceptos, definiciones y situación actual” publicado en el 2000 por la Universidad Fernando Pessoa de Portugal, la frontera que delimita una secta con agrupaciones de carácter religioso es muy ambigua, puesto que muchas veces el hecho de denominar “sectas” a estos movimientos ha sido con la finalidad de menospreciarlas o separarlas de movimientos de mayor importancia. Según el artículo de Vargas-Llovera las sectas operan sobre un modelo dominante que presenta ciertas características comunes. Estas agrupaciones están organizados por estructuras piramidales con jerarquías definidas, son grupos cerrados que obedecen a un líder o a un consejo director, los miembros hacen proselitismo obligatorio y constante, en defensa del estilo de vida que han adoptado. Los miembros de estas agrupaciones encuentran se sienten arropados por otras personas dentro del grupo con los mismos deseos y preocupaciones. De esta manera a los miembros no les importa renunciar a la vida fuera del grupo, puesto que en la sociedad fuera del grupo no ha podido encontrar la protección y seguridad que necesitaban.

¿El grupo al que brevemente pertenecí cumple con estas características? Creo que lo más responsable de mi parte sería dejarlo al criterio de quien lee, pero como ser responsable en este tipo de cosas no me caracteriza, podría decir que este grupo roza tanto un carácter sectario, que (valiéndome madres y quizás de manera muy clicbaitera) así lo califiqué en el título de este texto. 

Gracias por leer… cabrones, hijosdesuputamadre, cabrones.

Referencia:

http://hdl.handle.net/10284/1727

https://bdigital.ufp.pt/bitstream/10284/1727/1/45-54.pdf

2 respuestas a “Mis días en una secta CristiAAna.

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